martes, 31 de agosto de 2010

La Cofradía de coyotes de Eduardo Villegas Guevara, segunda parte

Una de las características de las editoriales autodenominadas independientes es que editan a discreción sin preocuparse demasiado por las utilidades comerciales. Entienden su función promotora como una labor social antes que financiera. A menudo esta libertad deviene en libros muy interesantes desde un punto de vista ético: publican porque sienten que deben ubicar en escena a ciertas voces que de otra manera difícilmente llegarían a ver la luz. Independientemente de lo que piensen los críticos y consultores o expertos editoriales, miríadas de autores de “literatura menor” se valen de estrategias similares a la de la Cofradía de coyotes para dar a conocer su trabajo literario. Se trata de ediciones cofinanciadas mediante aportes de los mismos autores o mediante formas de cooperativismo que abaratan los costos. La desventaja suele radicar en que estas pequeñas casas editoras no cuentan con el aparato de difusión y distribución que poseen las transnacionales. Estos grupos editores marginales suelen ocupar nichos de mercado y lectura locales y regionales, que rara vez trascienden el ámbito nacional.

Este podría ser, al menos en parte, el caso de La Coyotera Editores. Sus libros llegan a Suramérica por medio de envíos directos a conocidos o colegas, casi siempre miembros de redes sociales afines. Estas vías de distribución hablan muy bien de la abundancia de los caminos alternativos que muchos poetas de las nuevas generaciones han creado o promovido para compartir su trabajo por fuera de los límites comarcanos. A menudo la mejor poesía, si es que este término apreciativo o superlativo dice en realidad algo relevante, ocurre en la penumbra del anonimato y al margen de la institucionalidad cultural afiliada a los gobiernos, las grandes empresas y las academias y universidades. Me gusta pensar que esto es así. Al menos un par de nombres inquietantes constan en la antología Lunas de Octubre (México, La Coyotera Editores, 2010) preparada por Eduardo Villegas Guevara. Sin embargo, el entusiasmo y la hospitalidad desmedida parece tener una consecuencia inevitable: la desigualdad. Textos con mucha fuerza poética constan junto a otros llenos de lugares comunes y posiblemente prescindibles.

Ahora bien, mi última afirmación también es un lugar común y casi una obviedad. Y lo más probable es que los altibajo que encuentro en estas Lumas de octubre se deba en gran medida al importante número de autores nóveles y casi inéditos que completan la nómina junto a otros más maduros. Lo más importante de este fenómeno es en realidad la recepción de los textos y la manera en que estos movilizan ya no solo las sensibilidades individuales, sino las ideas colectivas sobre lo que debe ser o es en efecto la poesía: el lugar del autor en la sociedad y el sentido de su labor estética. A pesar de lo dicho, de entre todo tumulto sobresale alguna voz fuerte con alguna propuesta incisiva o novedosa. Este es el caso de Eduardo H. González (México D.F., 1975), cuyos niveles expresivos transitan hallazgos comunes al neobarroco y lo mejor de lo que algunos poetas contemporáneos llaman poesía del lenguaje. Comparto con los lectores el primer fragmento de la extensa Diatriba de octubre de González:

Pretendes, ajorca ficticia convertida
en cárnico jadeo, auspiciar debilidades
de inciertas transparencias. Distante
y baldía, encumbrada en preludios de poetas
fútiles que contemplan crepúsculos
albinos, fundadores de palabras exaltadas
de adoración, servilismo y pacatería.

Yace mi mácula, urdimbre de esencias
desportilladas por insomnios, iletrada
pasma expresiones dóciles ante ésa
que acompaña erráticos y eremitas.
Nobles mis instantes, sostienen
purísimas muertes cotidianas,
plétoras de anatemas y pesimismo.

Sostengo silencios que desvanecen
trémulos, tránsitos pétreos en la memoria,
vanas señales desangrando destellos,
desdén matizado de mutismo, angustia,
desequilibrio. ¡Qué secreto puedes otorgarme
que sane mi locura! ¡Diafanidad
en que me encuentro desfallecido!...

Me mueve mucho como lector hallar en este canto ciertas herencias recuperadas del mejor Góngora y una extraña cercanía a ciertos momentos de la poesía de Alfredo Gangotena (Quito, 1904-1944). Recordé casi de inmediato estos fragmentos de Crueldades (1935) del poeta quiteño en la versión que Cristina Burneo y Verónica Mosquera hicieran del francés (Quito, País Secreto/Poesía, 2004):

Á Marie Lalou

Vestido de púrpura me suspendo perplejo
            en esta medianoche que zozobra.
A decir verdad oigo golpear,
            pasos insólitos golpear la pesantez de la sombra.
Temibles, inesperados, estos pasos
cuya gravedad sonora me estremece
hasta en la intimidad más guardada
de mi espíritu.
Vestido de púrpura me suspendo perplejo en
            estamedianoche que zozobra.

El cielo, en su fluidez mental, persiste
            en reconstruirme las modulaciones de este
            llamado.
Mis ojos se empañan de lágrimas.
¡Es Ella, pero Ella! sin lugar a dudas.
¡Ella!
Y toda la luna,
            desde lo alto de los viejos bosques,
            desde lo alto de las noches, despliega su
            helada sobre mi pensamiento.

La posibilidad de encontrar conexiones inéditas entre la poesía de nuestros países me anima a seguir leyendo estas expresiones “marginales” de la Poesía Latinoamericana Contemporánea. Más acá de mis propias elecciones como escritor y más allá de mis preferencias como lector.

Un viento más fuerte que todos los olvidos


Por José Martínez Sánchez (Colombia)
“Las aguas de todos los ríos
En una encrucijada
Hacia el mar”.

Zabier Hernández Buelvas

“Nos detienen los umbrales que devuelven a nuestros residentes,
incrementados actualmente por el sueño del viaje y la sombra”.
Camilo Muñoz Chaves.

Con poetas de Brasil, Chile, Ecuador, Haití, México, Perú y Colombia, se llevó a cabo en la ciudad de Pasto y municipios vecinos el VI Recital Internacional de Poesía Desde el Sur, entre el 11 y el 20 de agosto de 2010. Una caravana de orates, músicos y poetas de la tierra de los Quillasingas, comandada por el incansable poeta Zabier Hernández Buelvas, el músico Héctor Patiño, el poeta Camilo Muñoz Chaves, la solícita Karol Chicaíza y la siempre atenta y puntual Gloria Patiño, entre otros, presentaron la bienvenida a un evento realizado en el marco del Encuentro de Culturas Andinas, con el apoyo de la gobernación de Nariño y algunos sectores minoritarios de la empresa privada.

Nariño, un departamento donde “el verde es de todos los colores”, recordando al gran Aurelio Arturo, reconocido en la actualidad por los amagos eruptivos del volcán Galeras y el conflicto interno que invade como una peste centenaria el territorio nacional, es un remanso de creatividad y laboriosidad de sus gentes. La literatura, la música, la historia, el cine y la poesía están presentes en la perspectiva de los organizadores que se resisten a las secuelas del olvido, porque la cultura sigue siendo la única opción perdurable en medio de la crisis. Como otros festivales de poesía, el recital internacional propone un encuentro desde la palabra hablada y escrita para recordarnos que hay un destino superior a la guerra, un parte de “verdaderos positivos” como iniciativa de la sociedad civil con preocupación por el futuro de la juventud y de la infancia, esa patria recordada por Rilke y universalmente aceptada por las nuevas generaciones.

En un ambiente de amistad y experiencias compartidas, el encuentro propicio con poetas de países hermanos arroja un cúmulo de iniciativas que, de concretarse, nos acercaría más en el empeño de avanzar hacia la unidad latinoamericana y con un profundo sentido de cooperación en los contenidos estéticos. Los terribles años del exilio, la opresión de las dictaduras militares y el bloqueo a la acción creciente de la divulgación cultural siguen vivos en la memoria de los poetas que, venidos de otras latitudes, alzan su voz de aliento para resistir a los efectos globales de un mundo desbocado hacia las desigualdades sociales.

El Colectivo Cultural Sombrilla, gestor y realizador de este gran festejo, puede estar seguro de que su trabajo trascenderá los límites de las fronteras nacionales. Nuevos recitales y nuevos visitantes con su maleta de sueños colocará a este grupo de osados en la dimensión de un país con elevadas aspiraciones de cambio.

lunes, 30 de agosto de 2010

La Cofradía de coyotes de Eduardo Villegas Guevara, primera parte

Una de las experiencias más encantadoras del VI Recital Internacional de Poesía desde el Sur, realizado en Pasto-Colombia entre el 16 y el 20 de agosto de 2010, fue la presencia de Eduardo Villegas Guevara (Chimalhuacán-Estado de México, 1962). Este incansable editor y promotor cultural es además profesor universitario, poeta, narrador y dramaturgo. De todo su perfil intelectual (artístico y académico), lo que más llamó la atención a todos los asistentes al encuentro fue su personalidad histriónica y honesta, que se robó el escenario más de una vez. Pero a ninguno de los invitados se nos escapó que su habilidad para manejar al público era apenas uno de sus talentos. Quizás lo más importante sea que este entusiasta polígrafo mantiene junto a otros colegas de la zona oriente del Estado México el sello editorial Cofradía de coyotes, dedicada a promover a las jóvenes figuras de la nueva poesía mexicana, al margen de las altisonancias e inconsistencias de ciertas instituciones culturales públicas y privadas como las que existen en todos nuestros países.

Si bien Villegas Guevara ha sido becario del Estado mexicano y ha recibido premios importantes en su país, ningún reconocimiento público lo ha envanecido. En el ambiente literario contemporáneo, en el que a menudo parece que los escritores latinoamericanos estamos más enamorados de la fama y el prestigio que de la poesía o el arte, la actitud fresca y combativa de este coyote (como él mismo se hacía llamar) se agradece y admira. La Coyotera Editores ha publicado durante ya algunos años varias series de narrativa y poesía, entre las cuales sobresalen las antologías de lírica y cuento. Comentaré apenas dos ejemplos de estos textos colectivos en los cuales se han logrado colar incluso un par de nombres no mexicanos, lo que anuncia una posible nueva línea editorial en torno de la poesía del continente. Se trata de dos antologías elaboradas en torno de un motivo muy sencillo o tema común cada una, a saber: el sol y la luna. Existe al menos una más dedicada a la lluvia.

Soles de abril (México, La Coyotera Editores, 20009) es el primero de ellos. El pretexto que convoca a los poetas que forman la colección parece en principio un tanto ingenuo, pero en él radica precisamente su fortaleza: cantarle al sol. Más allá del éxito del libro como unidad acabada, esta muestra resulta en una panorámica generosa (hasta cinco o seis páginas por autor) de parte de una generación de mexicanos nacidos entre las décadas de 1960 y 1970, con algunas excepciones de los nacidos una década antes o después. Llama la atención de entrada el equilibrio de género (un buen número de mujeres), que se repite en las siguientes antologías. De entre todos, cada uno con su voz e identidad, sobresale el mayor, Filadelfo Sandoval (Oaxaca, 1954), un tanto más experimental y osado que los otros. En cada libro sucede lo mismo. De entre todo grupo reunido por semejanzas, el excepcional resulta el más interesante. Pero esto no tiene que ver necesariamente con la calidad de los textos, sino con la percepción del conjunto.

De Sandoval destacan su trabajo con la imagen y el poder para evocar mediante el manejo de los espacios la visión sobre el tema erótico o amatorio. Encuentro ciertas reminiscencias directas de la poesía de Paz en el trabajo grafemático del poema. Pero Sandoval no es solemne, sino juguetón y su voz oscila entre registros intimistas y largas digresiones metafóricas. Reproduzco un fragmento del único texto de gran aliento que consta en la antología (se trata del momento inicial, que no supone dificultades de diagramación en esta página):

Veatrix, sol de medianoche

Su pudiera romper
mi cara de ebrio
y mantener el equilibrio
de horas inestables
al sentir tu cuerpo solar
mi aspecto
de rapsoda anónimo
en fútiles flamas
de pebeteros
con cielo abierto
para la refocilación eterna
no volverá a ser el mismo

Fiel testigo
del parto cósmico
ser divino
devorador del cielo
enjambre de aleluya
tigre en ovillo
de manchas sorpesivas
explosiones del Ying y el Yang
devorándose a sí mismo
luz habitable
en la dinastía de los espectros

[Continuará…]

jueves, 26 de agosto de 2010

Las palabras del apóstata José Martínez Sánchez


El apóstata es quien renuncia a su religión. Para oficializar este rito los cristianos, en particular los católicos, deben realizar una serie de trámites en la curia de su diócesis y en la parroquia en donde fueron bautizados. La apostasía, aunque se declare públicamente, no se reconoce como tal si no consta en documentos oficiales de la iglesia. Detalles sobre el derecho canónico aparte, esta decisión se convierte en todo un trámite burocrático, tan espeso como el de cualquier institución estatal. El poeta colombiano José Martínez Sánchez (Aguadas-Colombia, 1955) ha decidido prescindir de imitar aquel lento proceso y mediante su libro de poemas en prosa, Palabras del apóstata y otros poemas (Medellín, Todográficas, 2006), declara su auténtica fe sin ambages: La palabra poética.

En la última década, la tradición de escribir poesía lírica en prosa se ha revitalizado en Suramérica, en especial entre los autores nacidos en la década de 1970. De alguna manera sintonizado, aunque con un lenguaje muy propio, Martínez Sánchez acude a esta forma compositiva para exponer una visión crítica y desenfadada del mundo. Tal vez la prosa sea la forma discursiva que mejor se preste a este tipo de poesía, en especial cuando lo que importa, por sobre el preciosismo de la factura lingüística ( que este libro posee), es la claridad expositiva. Dice el poema titulado Estética: El demiurgo me escribe desde la otra orilla, sentado en su trono de cristal, convertido en constructor poseso de castillos de arena. Yo, desencantado, arrojo la pluma a la superficie de mi naufragio.

Una vez ubicada la voz del poeta en el sitio de la negación de toda teleología institucional, empieza la minuciosa construcción ideológica de esta individualidad. Su edificio de palabras se convierte en patíbulo de muchos presupuestos culturales y dogmas. Dice Martínez Sánchez en País de poetas: Vengo de un país atrapado en las formas. En sus casas y parques hay hombres de alegría insaciable, como niños perversos en la puerta de la escuela. No recuerdan los viejos el canto de la mujer amada, ni saben las abuelas de aventuras con insomnes piratas […] Al curioso que desee conocer a fondo ese país, yo le recomiendo visitar el cementerio a la hora en que los auténticos poetas se disponen a revolcar el follaje. Debe cuidarse, eso sí, de sacrificar un mundo para pulir un verso.

Pero la auto-ironía de este escritor no se queda en la insinuación y el descreimiento en la autenticidad de la sociedad contemporánea en que le ha tocado vivir. Su voz combativa se deslinda de todo compromiso que manche sus intenciones. Decidirse por la fe en la palabra significa más que enfrentarse al statu quo, pues implica declararse muerto para aquella comunidad a la que renuncia: Los padres del poeta informamos, a familiares y amigos, que nuestro querido hijo murió hoy a las seis en punto de la tarde. Acaba de publicar su primer libro (Aviso). No obstante, este poeta no se limita a suscribir el infinito alegato anti-platónico, como uno más de los expulsados de la República ideal. Martínez Sánchez parece creer en realidad en el poder transformador de la palabra.

Así, pues, escribir poesía significa renacer con una nueva condición ética frente al tumulto de la violencia e indiferencia mundanas. Su poema Nacimiento lo expone con claridad: Si el poema no expresa lo que está al otro lado de tu cuerpo, para qué el poema. Vuelve el polvo a la tierra, el eco al viento, la gota de agua al foramen furtivo. Conjuran las palabras contra la memoria de los muertos cuando tus labios callan al pronunciar la forma. Si el poema no rasga la vestidura del instante, qué será del poeta. El poeta no puede entonces, con el pretexto de intervenir en su realidad originaria, quedarse en el país de las formas. Debe aclarar el panorama de una nueva realidad. Y, por tanto, entregarse al riesgo de perderse en el intento de enfrentarse a los edictos de toda oficialidad.

He allí el compromiso al que llama este poeta colombiano, más acá de todo matiz político partidista. De esta premisa se desprende la idea de que la palabra poética sea como el fuego, purificadora, y que con ella se pueda construir, ciertamente, pero sólo a través de la incineración de lo caduco. La palabra poética es, de esta manera, un arma cargada de futuro. Declara en el texto titulado, justamente, Fuego: A eso que está ahí, en la boca de la cripta, los más antiguos lo llamaron vida. […] Nosotros, menos elocuentes en la era de la devastación, nos acercamos un poco a los antiguos. Le decimos palabra. El fuego es el poema que fluye del centro de la cripta. La escritura es ritual para enfrentar el terror del infierno (la incertidumbre de la muerte), al tiempo que herramienta de fundación.

La densidad conceptual de este brevísimo libro merece algo más que este comentario. Sin embargo, quiero terminar acercándome a otra puerta que deja abierta Martínez Sánchez para que entremos por ella. Se trata, finalmente, de la imagen exacta del apóstata. Dice en el poema que da título al libro: Apóstata al calor de los leños, descendiendo por mi propia grieta hacia el abismo sin fin. Como una fiera sangrante me repliego a los lindes junto a mis antepasados, y de nuevo seré libre entre los riscos del Ande. Allí estaré, una heredad mejor no es lícita para los beduinos. La construcción de la propia individualidad, mediante la producción de una particular visión del mundo es la misión autoimpuesta.

A semejanza de otros escritores coetáneos del continente, a Martínez Sánchez parece interesarle más la reflexión sobre la totalidad, por vía de la escritura del poema, que la realización de un proyecto estético novedoso o novelero. Privilegia en este libro la música de las ideas (la reflexión) por sobre la música de las palabras (la musicalidad). Su gramática se construye con eficacia sobre imágenes y metáforas, sin duda, pero se entrega más al pensamiento antes que al embrujo de la sonoridad del lenguaje. Sin embargo, la conjugación entre estas dos posibilidades expresivas no se decanta en su caso por un tono pedagógico o sentencioso. Decoroso, atemperado, no pierde la valentía. Deberían aprender de autores como él tantos jóvenes panfletarios, llenos de ansiedad y tan frívolos…

miércoles, 25 de agosto de 2010

La Soledad impura de Pedro Granados

Esta antología de Pedro Granados (Lima, Perú, 1955), titulada precisamente Soledad impura (Lima, Imprenta ENFYS, 2009),  recoge poemas escritos entre 2003 y 2009. Granados es uno de aquellos innumerables autores que no siempre (casi nunca) constan en las antologías generales de la reciente Poesía Latinoamericana, publicadas por las mayores casas editoriales del continente o por otras menos grandes, de la mano de prestigiosos poetas o críticos latinoamericanos. Un dato destaca su situación marginal: Se trata de un poemario editado por su mismo autor. Pero, a diferencia de la inconmensurable producción que sale del bolsillo y la necesidad o vanidad de muchos aficionados, este librito dejar ver a un autor comprometido con la poesía, de amplia trayectoria y oficio. No es de extrañar, en consecuencia, que uno de sus poemas evoque lateralmente esta condición (en adelante citaré todos los versos a línea seguida): Una vez más he sido / humillado. / Por enésima vez han descargado sobre mí / el poder. / Un hombre se ha portado / como una institución / y me ha condenado al exilio.

El tono confesional de muchos de los poemas los ubica dentro de una veta creativa de la lírica escrita en español que se remonta a los siglos del barroco, pero que en la modernidad se afinca en cierto realismo, cierta poesía conversacional y en la llamada poesía lárica, que construye su cosmovisión, primordialmente aunque no de forma exclusiva, en torno del recuerdo del hogar y la memoria familiar. Dicen así los primeros versos del libro: A mi abuelo Desiderio Agüero / lo asesinaron a golpes / en la provincia de Cangallo, Ayacucho, allá por 1925. / Lo emboscaron en la propia recepción / de su cargo como sub-prefecto. / Medio centenar de puños / se ensañaron hasta la muerte contra él. / Los azuzadores fueron capturados / y purgaron veinticinco años de cárcel / por el homicidio. Se apellidaban Rodríguez. / Hacendados de poca monta / y de medio pelo, pero hacendados al fin. / Tú no esperas muerte distinta. / Morir de cara a taimados anfitriones.

Aparecen a menudo nombres propios y referencias histórico-geográficas precisas, quizás con la intención de mostrar un complejo mundo biográfico, pero seguramente también para desafiar la frialdad de ciertas estéticas (no menos legítimas), cuyos sistemas de sentido giran en torno a palabras neutras, lugares comunes de la “alta” cultura literaria y símbolos autárquicos (aquellos que se justifican sólo dentro de su propio sistema, sin un anclaje claro en la coyuntura cultural de la que provienen -¿poesía pura?-). Paralelamente al desarrollo de la llamada Poesía Neobarroca a finales de la década de 1970 e inicios de la siguiente, por poner sólo dos ejemplos, autores como Granados y García Gómez (comentado en la reseña anterior de este blog) desarrollaron en silencio una obra “modesta” y de bajo perfil, pero igual de consecuente y sólida, al menos desde sus presupuestos estéticos. En ocasiones, calificadas por algunos como “conservadoras”.

Esa última afirmación, a pesar de ser demasiado general, es justa en la medida en que visibiliza un problema respecto de la recepción de la literatura contemporánea en general y de la latinoamericana en especial, sobre todo de la poesía de las últimas décadas: La institución de los cánones estéticos responden en gran medida (si no es del todo) a eventos de creación generacional dados por intereses político partidistas, educativos gubernamentales, geopolíticos nacionales o meramente eventuales (amiguismos, revanchismos, coincidencias vitales de diversa índole). La literatura, como cualquier otro sistema de producción social de sentidos es una Institución (así, con mayúscula). Y por esa razón se comunica con otros sistemas ajenos a la literatura misma. Sí, obviedad de obviedades y tan sólo obviedad… Pero certeza, también.

Y digo todo esto a pesar de sentirme, ya no como lector sino como escritor, sintonizado con lenguajes más experimentales y abiertos que éstos, de los autores que he reseñado hasta este punto. Me llama mucho la atención, insisto a pesar de lo dicho, la fuerza metonímica (en otro sentido, simbólico-metafórica) de varios momentos de la poesía de Granados, construidos a partir del más sencillo de los usos rítmicos y estróficos. Si bien hallo tenues o lejanas resonancias telúricas en esos versos, nunca encuentro los excesos del costumbrismo o el folklorismo, cuando han sido mal entendidos (localismo a ultranza, nacionalismos chauvinistas…): El invierno nos pone la realidad más cerca / de los ojos. / Pura literatura es el invierno. Vivida, por / gris. / Palpable, por tan encapsulada. Ante toda / esta realidad / un culo bien redondo / es lo que más necesitamos. Un / huairuro del tamaño / de nuestra esperanza. / Por eso pienso en Elimane, repaso su / correo / de hace unas horas. La repaso / desnuda / contra las paredes color blanco humo de nuestra / habitación en Haití. / Bajándose el calzón, tan alegre, y subiéndose / con la mejor de sus sonrisas.

He aquí la soledad impura de este libro de Granados. Extraídos del contexto del poema amatorio o erótico al que pertenecen, e incluso dentro de él, la Pura literatura y el huairuro compiten por consumar el abanico de sentidos. Granados posee una voz plenamente identificada con sus orígenes nacionales, pero devenida a un tiempo en nómada libre de hablar del tema que se le vengan en gana. El cariz categórico, militante en otros poemas que le conozco, lo ha puesto él mismo en el último poema del libro: Hemos llegado a la conclusión / que no escribimos poesía. / Que nos somos poetas. / Es más, que la poesía / para nada nos interesa. / Que las palabras no han sido, / precisamente, / lo que buscábamos. / Ni tampoco / lo que hemos ido hallando / a lo largo del camino. / Ahora podemos hacer un alto. / Y con toda sencillez, / mas sin pizca de humildad, / decirlo. / … / Para nada nos interesan la poesía / ni sus expertos. Dejamos libre el territorio, entonces. / Impunidad total para aquellos que dicen / lo que quieren decir las palabras.

Conocí a Pedro Granados en una visita que hizo a inicios de 2010, motu proprio, para impartir un par de charlas, ad honórem, sobre su obra crítica acerca de César Vallejo, y también para leer algo de su poesía en algún recital casi clandestino. Consecuente con su carácter decidido y honesto, lo mejor de aquellos encuentros con Granados ocurrió en las charlas tras bastidores, lejos del rigor académico o la solemnidad de los encuentros poéticos. Entre otras circunstancias, el poder se detenta desde la posesión de los medios de comunicación y desde el monopolio de los discursos políticos y culturales en general. Los discursos estéticos no son la excepción. Más allá de las “preferencias” literarias subsisten los linderos habitados por los opositores a ciertas formas de poder (los taimados anfitriones). Granados es un gran ejemplo …

martes, 24 de agosto de 2010

El Alfabeto de Sombras de Alejandro García Gómez

Empiezo esta bitácora de lecturas con un libro del escritor colombiano Alejandro García Gómez (Sandoná, Nariño, 1952), a quien tuve el gusto de conocer en la ciudad de Pasto, con motivo del VI Recital Internacional de Poesía desde el Sur, organizado por el colectivo cultural Sombrilla, entre el 16 y el 20 de agosto de 2010. Se trata de Alfabeto de sombras (Medellín, Eafit, 2003). El volumen está compuesto de dos segmentos: Caminos del sueño y el que da título al libro. Cuenta además con un prólogo de José Pérez Olivares titulado “Elogio de la máscara”. Me concentro en la primera parte del poemario, de donde me ha llamado la atención este poema:


Cuando llegues a Ítaca,
acostúmbrate a mirar el mundo
desde la ventana de tu propia casa.

De lo contrario,
deberás comprar todas las ventanas
de todas las casas
de todos los mundos.

Reinterpretando a su modo el famoso poema de Cavafis, García Gómez nos propone entender el mundo desde su propio lugar de la enunciación, ubicado en el territorio donde habitan los poetas de Extremo Occidente. La condición marginal desde la cual habla este poeta hispanoamericano lo vuelve sensible a las coerciones que ejercen los discursos metropolitanos. Si bien García Gómez toma para la construcción de su espacio poético una serie de referencias a la cultura y literatura grecolatinas con mesura y pertinencia, detrás del éxito retórico en la construcción de su mundo lírico se encuentra una realidad problemática: A pesar de ser en gran medida ajenos o anacrónicos, muchos elementos de la cultura europea clásica son parte del bagaje simbólico del que disponen los poetas como él por vía de la educación formal, sentimental o por mero gusto o curiosidad estéticos. Esos elementos se han gramaticalizado o lexicalizado paulatinamente, desde antes de la irrupción del Modernismo en el siglo XIX. Es decir, se han transformado en herramientas retóricas legítimas como cualquier otro recurso formal del que disponen muchos de nuestros escritores, verbi gratia las formas versales o las nociones mismas que tenemos los lectores contemporáneos sobre lo que es o debería ser la poesía lírica. García Gómez lo sabe y las usa con lucidez.

La naturalidad con que este escritor colombiano asume esa parte de su herencia cultural descalifica de entrada cualquier designación despectiva respecto a lo que algunos llaman, no siempre libres de rencor y frivolidad, “universalismo”. En este libro, García Gómez dialoga con Odiseo. Le brinda consejos y lo alecciona sobre el sentido de la vida. Pero su interlocutor no se encuentra detrás de la máscara homérica, solamente. Me atrevo a asegurar que el silencioso Ulises que escucha las meditaciones de García Gómez es el clasicismo todo, o al menos cierto canon literario puesto en la cuerda floja, en donde el poeta colombiano dialoga con la idea de tradición, la recrea y parodia (a veces con demasiada solemnidad, otras con sutill ironía). La simple acción de cuestionar la sabiduría y prudencia del símbolo mismo de tales cualidades en la tradición clásica (Odiseo) es ya un gesto interesante. El funámbulo García Gómez gana la partida: La falsa estatua homérica cae al abismo. Sin embargo, no se quiebra del todo. He ahí quizás algo de la fragilidad de la propuesta poética de Alejandro, al tiempo que gran parte de su fortaleza. Extremo-occidental, sí; pero, sobre todo, y por esa razón, colombiano. De ahí también que se decante a menudo por cierta diafanidad conversacional antes que meditativa y por cierto tono epigramático, no ncesariamente didáctico:

No desconfíes de tu mujer;
trabajo le costó tejer, tejer y tejer;
trabajo le costó destejer, destejer y destejer;
trabajo le costó desdeñar, desdeñar y desdeñar;
trabajo le costó recordar, recordar y recordar;
trabajo le costó esperar, esperar y esperar.


Pero tampoco te fíes de ella.

Lo mejor de este Alfabeto de sombras está en la voluntad de cifrar un abecedario particular, pese a los recursos hispanófilos y prudentes de sus niveles expresivos, pero también gracias a ellos. Se trata de la voz de un poeta que, como en el canto dantesco, ha decidido explorar su propia conciencia en busca de la sabiduría adquirida, antes de ingresar en el mundo de penumbras e incertidumbres de la restante mitad de su vida. No es gratuito, en consecuencia, que la otra mitad del libro tenga como personaje lírico o hablante poético a un poeta ciego, a un profeta que, desencantado del poder de su palabra, medite en voz alta:

¿Por qué los dioses no me eligieron para tirar puentes
o para curar reyes y ministros,
o para redactar o interpretar las leyes
y estudiar las rentas y los impuestos?
¿Por qué no me escogieron para la gloria
de vencer a los enemigos del reino y de nuestros dioses
o de morir por sus manos?
¿Por qué el dios de los aedas me eligió a mí,
para iniciarme en el alfabeto de las sombras nocturnas
y enseñarlo en mis cantos
en la fuente de la gran plaza?
¿Por qué yo? ¿Por qué?

Detrás de esa última pregunta subyace, ahora sí lejana de la entereza y gozo del poema “Ítaca” de Cavafis, la respuesta un tanto triste y resignada del absurdo: Porque sí. Porque el dios de los aedas es la propia conciencia del poeta contemporáneo, sobre todo de provincias (afortunadamente marginales), que decide desmarcarse de los territorios del poder y el negocio, para dar cuenta a los posibles oyentes de las dudas y angustias que agobian al individuo de la modernidad, más aún de aquella que se afinca tardíamente, precariamente, en países como los nuestros. Que Alejandro García Gómez sea un escritor cuyos orígenes están en lo que llamamos márgenes, desde el centro de la semiósfera poética hispanoamericana, nos hace pensar en la importancia de volver la mirada sobre aquellas lindes, no por un sentido político de justicia, sino por una necesidad poética. La buena poesía no está en las sombras infernales ni en las luces apolíneas, solamente. También se encuentra, sobre todo, en la penumbra.