lunes, 3 de diciembre de 2012

A un año de la publicación de mi último libro, un grato recuerdo desde Lima


César Eduardo Carrión, en líneas generales, nos propone cinco estadios para sendos actos de lo que es una trepidante y dinámica puesta en escena llamada Cinco maneras de armar un travesti. El escenario es, por momentos, tan minimalista como la más compleja tradición de la poesía japonesa y, por otros, muy semejante al horizonte barroco y neobarroco de las letras hispanas: horizonte de crisis, transfiguración del ser y trastrocamiento de la identidad. Pero, sea cual fuere el artificio espacial diseñado por el poeta, aquel se despliega en variaciones que acentúan su naturaleza o distorsionan o quiebran sus propósitos, hasta el punto de aludir a una realidad tan poliédrica como simbólica en grados sumos.

Pero antes de continuar en indagaciones y divagaciones en torno a los alcances estéticos de Cinco maneras de armar un travesti, conviene desentrañar el acertijo que propone el título del libro, más aun si este no es un manual práctico para pertenecer o integrar el mundo LGTB (lesbianas, gays, transexuales y bisexuales) ni, mucho menos, una guía ilustrada para decorar las vitrinas de una zona rosa. En principio, estamos ante una intrigante provocación, frente a una propuesta que nos invita a tantear las posibilidades de, como aconsejan con insistencia los libros de autoayuda, pensar fuera de la caja. La invitación es clara para el lector, quien hallará cinco actos de esencia teatral, con sus respectivas didascalias, es decir, indicaciones añadidas al texto que señalan las particularidades de la puesta en escena, para armar —montar, construir, articular, formar— un travesti, o sea, una persona que, por inclinación natural o como parte de un espectáculo, se viste con ropas del sexo contrario. Estamos pues ante la ficción de una representación, en algún sentido una transgresión de la identidad y, en muchos aspectos, de una proyección del descubrimiento del otro, del distinto, raro o extraño a uno, exquisita metáfora de la apropiación de otras poéticas y su devenir.

Sin duda, la identidad es la clave del poemario y quizá su tema eje. Muchos autores siembran consciente o involuntariamente la clave de lectura ideal de su obra en algún lugar del cuerpo de texto. En el caso de Cinco maneras de armar un travesti la clave se localizaría en el ombligo o centro del libro, la «Tercera Gran Didascalia» (pág. 61), cuando el poeta le formula una pregunta nada retórica al místico y metafísico Plotino: «¿A mayor memoria, mayor identidad?», cuestionamiento precedido por un inteligente anacronismo, y sucedido por una solicitud entre el mandato y la sugerencia: «A mudar, entonces, Plotino. Muda de piel y de abismos, muda de voz y disfraces». Identidad en el cambio y la mutación, se entiende. Identidad transfigurada y llevada a límites impensables en los que los juegos verbales no son fuegos de artificio sino verdaderas llamas e incendios que fundan y refundan la realidad de palabras que subyace a toda ficción con pretensiones estéticas.

Veamos a continuación la propuesta de Carrión en cada acto de Cinco maneras de armar un travesti.
En general, distinguir las voces en este libro es imprescindible para advertir la riqueza de cada verso. Pero las voces del Apóstata y del Corifeo no son estrictamente puras. Esto se advierte desde el Acto Primero, donde lo moderno-tecnológico compite con lo libre-natural, en una supuesta reescritura de la historia del conocimiento y, sobre todo, del buen gusto. El Corifeo, por momentos una verdadera pulga en la oreja del Apóstata, desmitifica las rimbombancias poéticas de este en una suerte de remasterización poético-semántica, a partir de un código que busca reducir interpretaciones hasta lograr la univocidad irrestricta. Los volcanes compiten con los edificios, pero igual hay estrépito y se dibuja una realidad forzada al punto del disfuerzo. La cordillera andina refulge como una columna vertebral que define una América que eclipsa al mundo. La crítica a la globalización gana terreno en diversas tradiciones y registros: el maíz, el verdadero oro, como lluvia dorada que bendice al poblador americano. Nuestra realidad no se explica solo por el aporte occidental, es más amplia, ancestral, sabia e interesante, incluso cuando cae la cuarta pared del teatro del mundo y los espectadores-lectores empiezan a ser víctimas de sí mismos. Lo elevado y lo sórdido pugnan por el espacio poético: se cuenta la Conquista de América mientras se ironiza lo cursi y establecen distancias estéticas para distinguir a Adán de Eva. El regreso al útero podría explicar nuestra naturaleza cambiante, así como el pasado maldito se replantea en un mito que se relaciona con el aumento de muertes cuando se apagan las luces del escenario. Y no es solo instinto creador. Carrión recurre a descomposiciones silábicas y a versos flexibles que nos hacen pisar tierra, en un mundo fragmentado y en escombros, de fractales y de queloides que precisan nuestra naturaleza mortal, escindida y desastrosa.

El primer travestismo ha ocurrido y el lector se prepara para el Segundo Acto, pero esto implica una actitud diferente, una sensibilidad más allá del lenguaje. Ahora la voz es la de un Leñador, pero esto no es de ningún modo un hilo conductor de fiar. Todas las voces en una, como todos los fuegos, se elevan, buscan el arriba, una construcción sólida de piedra, desde la palabra, aunque el misterio estorbe y el espacio en blanco sea una reiterada invitación para el lector. Pero el arriba es impensable sin el abajo. La altura exige ciertas prohibiciones y referencias muy técnicas, en tanto que el cielo interviene sobre la tierra, como nube, rayo o lluvia. Somos observados, vistos trascendentalmente, y la explicación es un despliegue gráfico sobre la hoja. Se busca desesperadamente una revelación en sintagmas atropellados, en bisagras temporales, en contrastes semánticos que ironizan nuestros reflejos, en un oxímoron inolvidable («querube leproso»), hasta la degradación: una escena final que implica el cruce de nuestro mundo con la jerarquía divina, y en esa intersección se encuentra la madre, toda una quintacolumnista, entre otras explicaciones y símbolos, como la inminencia del relámpago.

El Acto Tercero implica un verdadero acto de fe poética. Las voces son del Librador (trasmutación del Apóstata) y el Corifeo/Apuntador, o sea, personajes transfigurados. Este último empieza con una descripción simbólica que páginas más adelante se decodificarán sorprendentemente. Mientras tanto, lo que intuimos a priori bastará para sostener nuestra lectura entre los fuegos e incendios, pues la pradera arde como fruto de un rito y como resultado de una devastación. Se trata de un largo poema que muchas veces se suspende en dos puntos o en una conclusión pendiente. Estamos ante una continua transformación de la naturaleza, con sus guerras, conquistas y sometimientos, con sus rituales y oraciones, con una reiterada crítica a la fe y también a la razón porque nada es suficiente ni pleno. Aparte de juegos metatextuales y salidas autorreferenciales, se busca una gran respuesta en lo mítico-histórico. Las parcas aludidas en el testimonio del Corifeo/Apuntador tienen una trascendencia más allá del destino. De repente en el mito de la caverna (en realidad una alegoría) porque es más que una explicación platónica. Es quizás el eslabón perdido que nos da luz sobre nuestro afán por capturar la naturaleza o llegar a una próxima conclusión, una plena explicación simbólica-sexual sobre la ley, la religión y la expresión creadora. Revelación que concluye en el fuego purificador propio de un rito con trasfondo estético: una fogata en el útero de una montaña rodeada por hombres que acaban de descubrir y asombrarse de su naturaleza cambiante.

La Cuarta Gran Didascalia es un arte poética que brinda el marco ideal para el Acto Cuarto. El epígrafe de Octavio Paz («falo el pensar y vulva la palabra») nos lleva a dar un giro mental que se hace tangible en noventa grados por la orientación que cobra el libro. Se trata de un cambio de eje, de hacer evidente el plano terrenal del poema, donde es más oportuno discriminar el adentro y el afuera, la hembra del macho en el machihembrado, hasta el establecimiento del espacio político de América, luego de un paciente moldeado de palabras. En este acto, el parir y el nacer es parte de una continuidad lógica, en la que el fuego continúa siendo un cuarto elemento de trascendental importancia para aspirar al arriba, hacia un espacio más amplio para hallar el sintagma exacto («Enrojece mi palabra»). En un baile de izquierda a derecha y viceversa, se propone un vaivén conceptual, e incluso una enumeración caótica de correspondencias entre opuestos no necesariamente complementarios. Los versos, quizá los más densos y lacerantes del libro, apuntan a ensimismar e interiorizar una estética para el autodescubrimiento, en dos tiempos, como una voz entre dos voluntades. Así, la palabra nos construye como ser ante el edificio de la poesía, nos definimos ante el otro en sucesivos ataques «sinestésicos», hasta establecer las diferencias a partir de lo sutil («consumadas/consumidas»), en un territorio donde la ceguera edípica tiene su contrapeso en el silencio divino —el aspecto más obvio de la quimera travesti— a la sombra del fuego.

El libro se cierra con un quinto acto (Último Acto), la sección más breve y electrizante del poemario: una suerte de díptico a dos voces (uno es Panurgo; el otro, Príapo), que de algún modo sintetiza los actos anteriores, pero también los reimpulsa y reverbera hacia lindes que dan más color a una puesta en escena ya rica en libertades cromáticas, en floraciones intensas en fuego y pasión. Una intensa búsqueda o, más bien escape, a través de la sordidez y promiscuidad, en la que apenas es posible salvar el pellejo del fuego de la calentura sexual, en una feria de sinónimos por abrazar y recubrir la piel toda de la poesía. Y poco antes del aterrizaje forzoso del remate final, todos los ejes como reflejo de todos los fuegos cimbreantes, en una travestida paz, se disparan hacia un discurso de la trascendencia donde falo (podría ser) la palabra y vulva nada menos que el pensar.

Con el poemario Cinco maneras de armar un travesti, Carrión nos recuerda que la poesía es uno de los más intensos ejercicios humanos y que, lejos de estar todo escrito por los cientos y miles de poetas que existieron antes que nosotros, incluso los que se encargaron de escribir nuestro destino o dar fe de nuestra absoluta libertad, hay aún malas y buenas nuevas bajo el Sol para sorpresa y deleite de la humanidad. Poeta de original estilo para buscar y rebuscar la verdad literaria debajo de los grandes, majestuosos y ruinosos monumentos de la poesía, César Eduardo Carrión se rodea, además, de maravillosos fetiches para hacer más inocente y maliciosa nuestra experiencia lectora en las arenas del goce de hallar una revelación que nos deje «sin palabras», nos haga más críticos ante la experiencia de redescubrir nuestros ombligos y nos lleve a entender el futuro como un replanteamiento creativo de nuestro pasado a partir de las manecillas del reloj presente que nos ha tocado.

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